jueves, enero 26, 2006

Evo Morales, según el otrora progre Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa publicó en El País un artículo sobre Evo Morales, en el que analiza la gira por Europa del electo presidente. "Su atuendo y apariencia, que parecían programados por un genial asesor de imagen, no altiplánico, sino neoyorquino, han hecho la delicias de la prensa y elevado el entusiasmo de la izquierda boba a extremos orgásmicos", dice en un fragmento. Aquí va el texto completo.

Razas, botas y nacionalismo, por Vargas Llosa
La gira por Europa de Evo Morales, presidente electo de Bolivia, que dentro de unos días asumirá la primera magistratura de su país, ha sido un gran éxito mediático.
Su atuendo y apariencia, que parecían programados por un genial asesor de imagen, no altiplánico, sino neoyorquino, han hecho la delicias de la prensa y elevado el entusiasmo de la izquierda boba a extremos orgásmicos. Pronostico que el peinado estilo “fraile campanero” del nuevo mandatario boliviano, sus chompas rayadas con todos los colores del arco iris, las casacas de cuero raídas, los vaqueros arrugados y los zapatones de minero se convertirán pronto en el nuevo signo de distinción vestuaria de la progresía occidental. Excelente noticia para los criadores de auquénidos bolivianos y peruanos y para los fabricantes de chompas de alpaca, llama o vicuñas de los países andinos, que así verán incrementarse sus exportaciones.

Lo que más han destacado periodistas y políticos occidentales es que Evo Morales es el primer indígena que llega a ocupar la presidencia de la república de Bolivia, con lo cual se corrige una injusticia discriminante y racista de cinco siglos cometida por la ínfima minoría blanca contra los millones de indios aymaras y quechuas bolivianos. Aquella afirmación es una flagrante inexactitud histórica, pues por la presidencia de Bolivia han pasado buen número de bolivianos del más humilde origen, generalmente espadones que habiendo comenzado como soldados rasos escalaron posiciones en el Ejército hasta encaramarse en el poder mediante un cuartelazo, peste endémica de la que Bolivia no consiguió librarse sino en la segunda mitad del siglo XX. Para los racistas interesados en este género de estadísticas, les recomiendo leer Los caudillos bárbaros, un espléndido ensayo sobre los dictadorzuelos que se sucedieron en la presidencia de Bolivia en el siglo XIX que escribió Alcides Arguedas, historiador y prosista de mucha garra, aunque demasiado afrancesado y pesimista para el paladar contemporáneo.

No hace muchos años parecía un axioma que el racismo era una tara peligrosa, que debía ser combatida sin contemplaciones, porque las ideas de raza pura, o de razas superiores e inferiores, habían mostrado con el nazismo las apocalípticas consecuencias que esos estereotipos ideológicos podían provocar. Pero, de un tiempo a esta parte, y gracias a personajes como el venezolano Hugo Chávez, el boliviano Evo Morales y la familia Humala en Perú, el racismo cobra de pronto protagonismo y respetabilidad y, fomentado y bendecido por un sector irresponsable de la izquierda, se convierte en un valor, en un factor que sirve para determinar la bondad y la maldad de las personas, es decir, su corrección o incorrección política.

Plantear el problema latinoamericano en términos raciales como hacen aquellos demagogos es una irresponsabilidad insensata. Equivale a querer reemplazar los estúpidos e interesados prejuicios de ciertos latinoamericanos que se creen blancos contra los indios, por otros, igualmente absurdos, de los indios contra los blancos. En Perú, don Isaac Humala, padre de dos candidatos presidenciales en las elecciones del próximo abril —y uno de ellos, el teniente coronel Ollanta, con posibilidades de ser elegido— ha explicado la organización de la sociedad peruana, de acuerdo a la raza, que le gustaría que cualquiera de sus retoños que llegara al gobierno pusiera en práctica: Perú sería un país donde sólo los “cobrizos andinos” gozarían de la nacionalidad; el resto —blancos, negros, amarillos— serían sólo “ciudadanos” a los que se les reconocerían algunos derechos. Si un “blanco” latinoamericano hubiera hecho una propuesta semejante hubiera sido crucificado, con toda razón, por la ira universal. Pero como quien la formula es un supuesto indio, ello sólo ha merecido algunas discretas ironías o una silenciosa aprobación.

Llamo a don Isaac Humala un “supuesto” indio, porque, en verdad eso es lo que han dictaminado que es sus paisanos del pueblecito ayacuchano de donde la familia Humala salió para trasladarse a Lima. Una socióloga fue recientemente a husmear los antecedentes andinos de los Humala en aquel lugar, y descubrió que los campesinos los consideraban los “mistis” locales, es decir los “blancos”, porque tenían propiedades, ganado y eran, cómo no, explotadores de indios.

Tampoco el señor Evo Morales es un indio, propiamente hablando, aunque naciera en una familia indígena muy pobre y fuera de niño pastor de llamas. Basta oírlo hablar su buen castellano de erres rotundas y sibilantes eses serranas, su astuta modestia (“me asusta un poco, señores, verme rodeado de tantos periodistas, ustedes perdonen”), sus estudiadas y sabias ambigüedades (“el capitalismo europeo es bueno, pues, pero el de los Estados Unidos no lo es”) para saber que don Evo es el emblemático criollo latinoamericano, vivo como una ardilla, trepador y latero, y con una vasta experiencia de manipulador de hombres y mujeres, adquirida en su larga trayectoria de dirigente cocalero y miembro de la aristocracia sindical.

Cualquiera que no sea ciego y obtuso advierte, de entrada, en América Latina, que, más que raciales, las nociones de “indio” y “blanco” (o “negro” o “amarillo”) son culturales y que están impregnadas de un contenido económico y social. Un latinoamericano se blanquea a medida que se enriquece o adquiere poder, en tanto que un pobre se cholea o indianiza a medida que desciende en la pirámide social. Lo que indica que el prejuicio racial —que, sin duda, existe y ha causado y causa todavía tremendas injusticias— es también, y acaso sobre todo, un prejuicio social y económico de los sectores favorecidos y privilegiados contra los explotados y marginados.

América Latina es cada vez más, por fortuna, un continente mestizo, culturalmente hablando. Este mestizaje ha sido mucho más lento en los países andinos, desde luego, que, digamos, en México o en Paraguay, pero ha avanzado de todos modos al extremo de que hablar de “indios puros” o “blancos puros” es una falacia. Esa pureza racial, si es que existe, está confinada en minorías tan insignificantes que no entran siquiera en las estadísticas (en Perú, los únicos indios “puros”, serían, según los biólogos, el puñadito de urus del Titicaca).

En todo caso, por una razón elemental de justicia y de igualdad, los prejuicios raciales deben ser erradicados como una fuente abyecta de discriminación y de violencia. Todos, sin excepción, los de blancos contra indios y los de indios contra blancos, negros o amarillos. Es extraordinario que haya que recordarlo todavía y, sobre todo, que haya que recordárselo a esa izquierda que, arreada por gentes como el comandante Hugo Chávez, el cocalero Evo Morales o el doctor Isaac Humala están dando derecho de ciudad a formas renovadas de racismo.

No sólo la raza se vuelve un concepto ideológico presentable en estos tiempos aberrantes. También el militarismo. El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, acaba de hacer el elogio más exaltado del general Juan Velasco Alvarado, el dictador que gobernó Perú entre 1968 y 1975, cuya política, ha dicho, continuará en Perú su protegido, el comandante Ollanta Humala, si ganase las elecciones.

El general Velasco Alvarado derribó mediante un golpe de estado el gobierno democrático de Fernando Belaúnde Terry e instauró una dictadura militar de izquierda que expropió todos los medios de comunicación y puso los canales de televisión y los periódicos en manos de una camarilla de mercenarios reclutados en las sentinas de la izquierda. Nacionalizó las tierras y buena parte de las industrias, encarceló y deportó a opositores y puso fin a toda forma de crítica y oposición política. Su desastrosa política económica hundió a Perú en una crisis atroz que golpeó, sobre todo, a los sectores más humildes, obreros, campesinos y marginados, y el país todavía no se recupera del todo de aquella catástrofe que el general Velasco y su mafia castrense causaron a Perú. Ese es el modelo que el comandante Chávez y su discípulo el comandante Humala quisieran —con la complicidad de los electores obnubilados— ver reinstaurado en Perú y en América Latina.

Además de racistas y militaristas, estos nuevos caudillos bárbaros se jactan de ser nacionalistas. No podía ser de otra manera. El nacionalismo es la cultura de los incultos, una entelequia ideológica construida de manera tan obtusa y primaria como el racismo (y su correlato inevitable), que hace de la pertenencia a una abstracción colectivista —la nación— el valor supremo y la credencial privilegiada de un individuo. Si hay un continente donde el nacionalismo ha hecho estragos es en América Latina. Esa fue la ideología en que vistieron sus atropellos y exacciones todos los caudillos que nos desangraron en guerras internas o externas, el pretexto que sirvió para dilapidar recursos en armamentos (lo que permitía las grandes corrupciones) y el obstáculo principal para la integración económica y política de los países latinoamericanos. Parece mentira que, con todo lo que hemos vivido, haya todavía una izquierda en Latinoamérica que resucite a estos monstruos —la raza, la bota y el nacionalismo— como una panacea para nuestros problemas. Es verdad que hay otra izquierda, más responsable y más moderna —la representada por un Ricardo Lagos, un Tabaré Vásquez o un Lula da Silva— que se distingue nítidamente de la que encarnan esos anacronismos vivientes que son Hugo Chávez, Evo Morales y el clan de los Humala. Pero, por desgracia, es mucho menos influyente que la que propaga por todo el continente el presidente venezolano con su verborrea y sus petrodólares.
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