Hace algunos años, en Tucumán, entrevisté al Chivo Valladares para el diario El Siglo. Me recibió en su casa. La mujer me invitó algo para tomar, luego de la pregunta: ¿qué quiere tomar m´hijo? Hablamos toda la tarde. De folclore, de sus canciones, de su carrera de boxeador, de su viejo piano que estaba en el comedor.
Con el tiempo, sólo con el tiempo, me di cuenta de la importancia de esa charla. En Buenos Aires, laburando en Espectáculos de Clarín, su nombre aparecía en charlas con Liliana Herrero, con Lito Nebbia, con la Negra Sosa. En suma: con referentes de la música popular argentina.
El Chivo se murió. Y me acuerdo de esas noches en el Centro Cultural cuando alguien cantaba Subo y la gente lo aplaudía y el tipo se paraba, manso, con la cara arrugada como una cama sin hacer, para agradecer el afecto con una inclinación de la cabeza.
Con mi hermana, decimos que hubiésemos dado la vida por escribir no ya la vidala sino solamente el verso "a ver si se apuna el dolor". Ahora estoy en Madrid. Hay dolor. Y poca puna.
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